sábado, 27 de agosto de 2011

Historia y filosofía por

"El genio" de H.P. Blavatsky


De entre los muchos problemas hasta ahora no resueltos en el Misterio de la Mente resalta de manera destacada la cuestión del Genio. ¿De dónde viene y qué es el genio, cuál es su raison d´être, cuáles las causas de su excesiva rareza? ¿Es de veras un “don del Cielo”? Y si es así, ¿por qué tales dones para unos, siendo la torpeza intelectual o incluso la idiotez el hado de otros? El considerar la aparición de hombres y mujeres de genio como un mero accidente, como un premio de la ciega suerte o dependiendo de causas exclusiva mente físicas, es concebible sólo para un materialista. Como certeramente dice un autor, sólo queda entonces esta alternativa: estar de acuerdo con el creyente en la existencia de un dios personal“para referir la aparición de todo individuo singular a un acto especial de la voluntad divina y de la energía creadora».

El genio, como Coleridge lo definió, es desde luego, –según todos los indicios externos–, “la facultad de crecimiento”; sin embargo, históricamente, para la filosofía y la intuición interna del hombre la cuestión es: si es el genio –una aptitud anormal de la mente– es el que se desarrolla y crece (concepción esotérica que se tenía en la antigüedad), o es el cerebro físico, su vehículo, el que a través de algún proceso misterioso se hace más apto para recibir y manifestar desde dentro hacia el exterior la naturaleza innata y divina del alma superior del hombre (concepción contemporánea). Los filósofos de la Antigüedad, en su sabiduría no sofisticada, para formular una determinada concepción, dotaron al hombre de una deidad tutelar, un Espíritu al que llamaban genius. El genio, la mente, en substancia, por no decir la esencia –observa la diferencia, lector– de esa entidad y la presencia de ambas, se manifiesta según el organismo de la persona con la que comunica. Como dice Shakespeare, lo que percibimos de la “substancia” del genio de los grandes hombres “no está aquí”:
Porque lo que ves no es sino la parte más pequeña…
Pero si estuviera toda su figura aquí,
Seria de una altura tan espaciosa y encumbrada
Que tu techo no sería suficiente para contenerla

La llama del genio no es encendida por ninguna mano antropomórfica, excepto la del propio Espíritu de uno. Es la naturaleza misma de la Entidad Espiritual, de nuestro Ego, la que sigue tejiendo nuevas tramas de vidas en la tela de reencarnaciones sobre el telar del tiempo, desde los inicios hasta el final del gran Ciclo de Vida [1]. Esta es la naturaleza que se impone, más fuerte que la de la personalidad en el hombre común; de modo que lo que llamamos «manifestaciones de la genialidad» en una persona. Los EGOS de un Newton, Esquilo o Shakespeare son de la misma esencia y substancia que los de un palurdo, ignorante, loco o inclusive idiota; y la autoafirmación de sus genius informantes (espíritus tutelares) depende de la construcción fisiológica y material del hombre físico. Ningún Ego difiere de otro en cuanto a su primordial u original esencia y naturaleza. Lo que hace de un mortal un gran hombre y de otro una persona vulgar y tonta es, según se dice, la calidad y naturaleza de su cascarón y envoltura física, y la capacidad o incapacidad del cerebro y del cuerpo de transmitir y dar expresión a la luz del hombre interno, real; y esta aptitud o inaptitud es, a su vez, resultante del Karma. O, usando otro símil, el hombre físico es el instrumento musical y el Ego, el artista ejecutante. La potencialidad de la perfecta melodía del sonido está en el primero –el instrumento–, y ninguna habilidad del último puede despertar una armonía impecable en un instrumento roto o mal hecho. Esta armonía depende de la fidelidad de transmisión al plano objetivo, del inexpresado pensamiento divino que se encuentra en las mismas profundidades de la naturaleza subjetiva o interna del hombre, mediante palabra o acto. Siguiendo nuestro ejemplo, el hombre físico puede ser, un inapreciable Stradivarius, un violín barato y agrietado, o nuevamente una mediocridad entre ambos, en las manos de un Paganini que lo “anima”.

“Contempla”, dice ésta, “en toda manifestación del genio –cuando está combinado con la virtud–” en el guerrero o en el bardo, en el gran pintor, artista, estadista u hombre de ciencia, que lo eleva por encima de las cabezas del vulgo en manada, “la innegable presencia del exiliado celeste, el divino Ego cuyo carcelero eres tú, ¡oh hombre de materia!” Así, lo que denominamos deificación se aplica al Dios inmortal que está dentro, no a las paredes muertas o tabernáculo humano que lo contiene.

La presencia en el hombre de varios poderes creativos –llamados genios en general–, no es debida a ninguna suerte ciega, a ninguna cualidad innata a través de tendencias hereditarias, –aunque lo que se conoce por atavismo puede frecuentemente intensificar estas facultades–, sino a una acumulación de “antecedentes experienciales” individuales del Ego en su vida (y vidas) precedentes. Pues, aunque omnisciente en esencia y por naturaleza, aún necesita experimentar a través de suspersonalidades las cosas de la tierra, terrestres en plano objetivo, para poner en vigor por medio de ellas la realización de esa omnisciencia abstracta. Y añade nuestra filosofía que el cultivo de ciertas aptitudes a través de una larga serie de encarnaciones pasadas, debe culminar finalmente en alguna vida, en un florecer perenne como genio, en una u otra dirección.

Por ello, los grandes Genios, si son verdaderos e innatos y no meramente una expansión anormal de nuestro intelecto humano, nunca pueden copiar o rebajarse a imitar, sino que siempre serán originales, sui generis en sus impulsos creativos y realizaciones. 
Usando un dicho popular, el genio innato al igual que los crímenes, saldrá a la luz tarde o temprano y cuanto más se haya querido suprimir u ocultar, mayor será el torrente de luz arrojado por su súbita irrupción. Por otra parte, el genio artificial, tantas veces confundido con el anterior y que en realidad no es más que el resultado de prolongados estudios y preparación, nunca será, por decirlo así, más que la llama de la lámpara encendida fuera del portal del templo; puede lanzar una larga estela de luz de una parte a otra de la carretera, pero deja el interior del edificio a oscuras. Y como toda facultad y propiedad en la Naturaleza es dual –esto es, puede hacerse que sirva a dos fines, tanto a uno bueno como a otro malo–, de este modo se delatará el genio artificial a sí mismo. Nacido del caos de las sensaciones terrenales, de las facultades perceptivas y retentivas, todavía de memoria finita, siempre será esclavo de su cuerpo; y ese cuerpo, debido a su inconstancia y a la tendencia natural de la materia hacia la confusión, llevará incluso a los considerados “grandes genios” de regreso a su propio elemento primordial, que es el caos, el mal, o la Tierra.

Así, entre el genio verdadero y el artificial, uno nacido de la luz del Ego inmortal, el otro de los efímeros fuegos fatuos del intelecto terrestre o puramente humano y del alma animal, media un abismo, sólo salvable para quien aspira ir siempre hacia adelante; quien nunca pierde de vista, aun en las profundidades de la materia, esa estrella guía del Alma Divina y de la Mente. Este último no requiere, al contrario que el primero, cultivarse. Las palabras del poeta afirman que la lámpara del genio:
Si no es protegida, podada y alimentada con cuidado
Pronto muere, o llega a derrocharse con vacilante luz.

Estas palabras pueden aplicarse solamente al genio artificial, resultante de la cultura y de una agudeza puramente intelectual. No es la luz directa de los Mânasaputras, los Hijos de la Sabiduría, pues el verdadero “Genius”, alumbrado por la llama de nuestra naturaleza superior o Ego, no puede morir. Es por ello que es tan sumamente raro. Lavater calculó que “la proporción de genios (en general) respecto a hombres ordinarios es de uno por un millón; pero para genios sin tiranía, sin presunción, que juzgan al débil con equidad, al superior con humanidad, y a los iguales con justicia, esa proporción es de uno entre diez millones.” Esto verdaderamente es interesante, aunque no demasiado lisonjero para la naturaleza humana si por “genio”, entendía Lavater sólo la clase más alta del intelecto humano, desarrollado por el cultivo, “protegido, podado y alimentado”, y no el genio del que hablamos nosotros. Además tal genio es siempre capaz de conducir hasta los extremos del infortunio o del bienestar, a aquel a través de quién se manifiesta esta luz artificial de la mente terrestre. Al igual que los genios (deidades, espíritus tutelares) buenos y malos de los antiguos, con quienes comparte tan apropiadamente el nombre, el genio humano coge a su desvalido poseedor de la mano y le conduce un día a los pináculos de la fama, la fortuna y la gloria, para sumergirle al día siguiente en un abismo de deshonra, desesperación y frecuentemente de crimen.

Pero, de acuerdo con el gran fisonomista, en este mundo hay más genios de este último tipo, ya que, como enseña el Ocultismo, es más fácil para la personalidad, con sus agudos sentidos físicos [2], tender hacia el cuaternario inferior que remontarse a su tríada; la filosofía moderna, no sabe nada de su más elevada forma espiritual, “uno por cada diez millones”, aunque es bastante entendida en conformar genios inferiores. Así es natural que confundiendo uno con otro se hayan equivocado los mejores escritores modernos al definir el verdadero genio. Como consecuencia, oímos y leemos continuamente muchas cosas que a los ocultistas les parecen bastante paradójicas. “El genio necesita cultivarse”, dice uno; “el genio es vano y autosuficiente”, dice otro; mientras un tercero seguirá definiendo la luz divina no más que para empequeñecerla en el lecho de Procusto de su propia estrechez intelectual de miras. Hablará de la gran excentricidad de los genios, emparentándola como norma general con una “constitución inflamable”, aun lo mostrará como “¡presa de cualquier pasión, pero rara vez de inclinaciones delicadas!” (Lord Kaimes). Es inútil discutir con estos, o decirles que los genios originales y grandes apagan los más deslumbrantes rayos de intelectualidad humana como el sol apaga la luz de una llama de fuego en un campo abierto; que nunca es excéntrico; aunque siempresui generis; y que ningún hombre dotado de verdadero genio puede jamás abandonarse a sus pasiones físicas animales.
En la opinión de un humilde ocultista sólo un gran carácter altruista como el de Buddha o el de Jesús, y el de sus pocos imitadores fieles, pueden ser considerados en nuestro ciclo histórico como GENIOS completamente desarrollados.

De ahí que el verdadero genio tenga pocas posibilidades de recibir su reconocimiento en nuestra era de convencionalismos, hipocresía y contemporización. A medida que el mundo aumenta en civilización se expande su fiero egoísmo, y apedrea a sus verdaderos profetas y genios en beneficio de sus sombras remedadas. Sólo las agitadas masas de millones de ignorantes, el gran corazón de la gente, son capaces de sentir intuitivamente a una verdadera “gran alma” llena de amor divino por la humanidad, de compasión divina por el hombre sufriente. De aquí que sólo el pueblo llano es aún capaz de reconocer al genio, como que sin tales cualidades ningún hombre tiene derecho a ese nombre. Ningún genio puede encontrarse ahora en la Iglesia o el Estado y eso lo prueba su propia confesión. Parece que hubiese pasado mucho tiempo desde que en el siglo XIII el “Doctor Angélico” [3] desairó al Papa Inocencio IV, quien haciendo alarde de los millones obtenidos por la venta de absoluciones e indulgencias, hizo a Santo Tomás de Aquino la siguiente observación “¡la era en que la Iglesia decía: 'Plata y oro no tengo', ha pasado!” “Cierto,” fue la rápida contestación; “pero también ha pasado la era en que podía decir a un paralítico, ¡Levántate y anda!” Y sin embargo, desde aquel tiempo y desde mucho, mucho antes hasta nuestro días no ha cesado en ningún instante la crucifixión de su Maestro ideal por la Iglesia y el Estado. Mientras cada Estado cristiano rompe con sus leyes y costumbres, con todo mandamiento dado en el Sermón de la Montaña, la Iglesia cristiana se justifica y aprueba esto a través de sus propios obispos que desesperadamente proclaman: “Un Estado cristiano sobre principios cristianos es imposible” [4]. De ahí que no sea posible un modo de vida semejante al de Cristo (o Buddha) en los Estados civilizados.
Nuestra reclamación descansa sobre una verdad axiomática eterna: nihil sine causa. El genio y el sufrimiento inmerecido son prueba del Ego inmortal y de laReencarnación en nuestro mundo. Por lo demás, es decir, por lo que se refiere a las calumnias y burlas con las que se encuentran tales doctrinas esotéricas, Fielding –también una suerte de genio, a su manera–, dio cuenta de nuestra respuesta un siglo antes. Nunca pronunció una verdad mayor que el día en que escribió que “Si la superstición hace del hombre un tonto, el ESCEPTICISMO LO CONVIERTE EN UN LOCO”.


"...entre el genio verdadero y el artificial, uno nacido de la luz del Ego inmortal, el otro de los efímeros fuegos fatuos del intelecto terrestre o puramente humano y del alma animal, media un abismo, sólo salvable para quien aspira ir siempre hacia adelante"


H.P. Blavatsky


Notas                                                                                                                                                                           [1] El período de un Manvantara completo, que comprende 4.320.000.000 de años solares.
[2] “Aquello” eternamente existente, los diferentes principios de la Naturaleza, en su significado oculto. Ver Glosario Teosófico.

[3] Nombre con el que era denominado Santo Tomás de Aquino, y Escuela Angélica, la que seguían sus discípulos o tomistas. Ver José Ferrater Mora,Diccionario de Filosofía, tomo IV, Alianza Editorial. Madrid, 1981, página 3271.
[4] Dícese del espíritu, diablo o demonio que, según la opinión vulgar, tiene comercio carnal con una mujer, bajo la apariencia de varón.


en Revista Lucifer, noviembre 1889